Artículo escrito para frikonomics.com (marzo de 2010)
Érase una vez, una época no muy lejana (por ejemplo un día cualquiera del año 2004 o del año 2005) en la que todo el mundo se creía a pies juntillas que el precio de la vivienda nunca iba a bajar.
Bajo el paraguas de esta frase, insostenible desde un razonamiento lógico, se generaron una serie de expectativas, de ilusiones, basadas en un sentimiento de confianza, y como si estuviésemos ante una verdad absoluta, todo el mundo se lanzó a la compra, no ya de su vivienda habitual, si no de una segunda residencia.
Como el dinero estaba barato y el banco me financiaba a un bajísimo tipo de interés el 100% de la compra de mi vivienda (sin más garantía que el propio inmueble) y, más aún, como había comprado sobre plano y se ha había revalorizado una barbaridad en el momento de la entrega, el banco me prestaba hasta para cambiar de coche y comprarme ese todo terreno nuevo que tanto me gustaba.
Algunos preguntaban con ironía ¿Dónde puedo invertir mejor que en una o varias viviendas si su precio nunca baja? ¿Qué voy a invertir, en bolsa?, no hombre no, aquí obtengo mucha más rentabilidad. ¿Les suena la situación?, seguro que algún amigo suyo que invertía en sellos también le comentó algo parecido en su día pavoneándose de la altísima remuneración que obtenía de sus ahorros.
Volviendo a la vivienda, empezaron a aparecer inversores, en castellano antiguo, especuladores, que aseguraban que podían comprar sobre plano una o varias viviendas y venderlas unos meses más tarde por mucho más, sin pasar por la madre Hacienda. Y, en un país taurino como el nuestro, se creó la figura del pase. Requiebro o pase que nos daban a todos los españolitos que tributábamos por el rendimiento de nuestros ahorros y no precisamente a un tipo bajo.
La sensación era que si estábamos interesados en la compra de una vivienda, el tiempo jugaba en nuestra contra y cualquier día que dejásemos pasar suponía un incremento en el precio de la misma.
Los bancos adulaban a los promotores, les llamaban de usted y les agasajaban con todo tipo de prebendas. Mientras les instaban a la compra de terrenos. Y aquellos reinvertían todas sus ganancias en la compra de su materia prima, el suelo. Y el director del banco les decía, no te preocupes que nosotros te vamos a apoyar siempre.
Y como parecía existir mucha demanda y que esto de la promoción inmobiliaria era un gran negocio, apareció otra nueva figura, el intrusismo, y nacieron promotoras como setas, sin tener, en muchos casos, ni idea de en que consistía esto de construir casas.
Los campos de naranjas se vendían a precio de yacimiento petrolífero, los ayuntamientos tenían sus arcas bien llenas del cobro de licencias y otros impuestos locales, mientras que algún concejal de urbanismo también tenía los bolsillos bien llenos pero de un dinerito de oscura procedencia. El Banco de España y algún organismo internacional nos avisaban del estallido de la burbuja inmobiliaria, pero como en el cuento “que viene el lobo, que viene el lobo”, nadie, o casi nadie, les hacían caso porque ¡el precio de la vivienda siempre sube!
Llegó el momento en el que la oferta empezó a superar a la demanda. Mientras que, de forma casi paralela, los tipos de interés comenzaron a subir. Muchos ávidos inversores empezaron a verse con el agua al cuello, al igual que muchas familias.
La primera señal de alarma vino de la mano del desplome bursátil de una empresa valenciana, ASTROC, que desde su salida al parqué había experimentado una espectacular subida desde los 6,40€ iniciales hasta llegar casi a los casi 75€ por título.
A los pocos meses, y fruto de la globalización, nos enteramos de la existencia de una cosa llamada hipotecas subprime que trajeron de la mano desconfianza en el mercado interbancario. Lo que supuso que se cerrase radicalmente el grifo de la financiación a empresas y particulares.
Hoy, el precio de la vivienda que nunca baja, lo hace de forma notable; el director del banco que iba a estar siempre apoyando al promotor, se cruza de acera para no tener que aguantar ni sus súplicas ni sus lloros; la caja de los ayuntamientos se resiente como consecuencia de la falta de obra nueva; y la empresa promotora o constructora que no ha cerrado atraviesa serias dificultades, con gravísimas consecuencias para el empleo…
La moraleja de esta historia no es otra que, crecimientos desmedidos pueden traer de la mano grandes varapalos.
Colorín, colorado, el cuento del boom inmobiliario se ha acabado.
David Torija