Me acuerdo de la cafetera que mis padres tenían en casa durante mi niñez y mi adolescencia, pero no consigo recordar el aroma del café de aquellos años. Tal vez sea porque no son muy cafeteros. Tampoco tengo reminiscencia alguna de olor a café en las respectivas casas de mis abuelos, en la de los maternos seguro, pues lo sustituían por Eko cereales.
Fui un tardío consumidor de café. Puede que mis primeros cafés fueran en una cafetería contigua a la academia en la que cursé COU, en la madrileña calle de Núñez de Balboa, horas antes de los exámenes.
También me demoré mucho en empezar a desayunar con café, incluso en tomar leche a esas horas, pues hacía deporte temprano y evitaba el consumo de lácteos antes de su práctica. Tomar café se fue convirtiendo, con el tiempo, en mi carrera profesional, en una forma de socializar, de estrechar lazos con clientes, proveedores, subordinados o compañeros. Y, supongo que como a muchos os sucederá, en una excusa para poder hacer aguas menores en un bar colindante antes de visitar a un cliente.
Aunque mi amiga china Vivian se empeñe en convencerme de los beneficios de las bebidas calientes (especialmente del agua en su caso), a mí lo que verdaderamente me quita la sed son las bebidas frías, por eso, aunque resulte extraño, bebo el café frío por las mañanas, salvo el día que es reciente. Lo reconozco, no soy ningún sibarita, hago café para varios días.
Cuando sí degusto el café con leche caliente son los fines de semana, cuando el tiempo no apremia y puedo leer la prensa en la terraza mientras desayuno. Entonces sí que disfruto de un buen café calentito.
Durante aquél invierno que pasé en Irlanda, sí que tomaba el café bien caliente. Me levantaba temprano, el frío era considerable en aquella casa alquilada, pues la calefacción la pagaba, y por ende la controlaba (bajo llave), el propietario y nunca funcionaba más de 4 horas al día. Lo primero que hacía era encender la vitro-cerámica y calentarme las manos acercándolas a la misma. Hacía café para mi mujer y para mí en una cafetera rudimentaria, de émbolo, que habíamos comprado en McCambridges en la adorable Shop Street, en Galway. El café era bastante malo y caro (como todo lo que con la alimentación tiene que ver en el entrañable país celta), pero me ayudaba a entrar en calor, algo imprescindible para la caminata de más de media hora que desde Dún Na Carraige hasta el principio de Salthill, hostigados por la lluvia, el frío y el viento, nos esperaba cada mañana.
Cuando evoco el aroma de un buen café, mis recuerdos me llevan a aquel modesto apartamento de Nueva York. La prima Emma nos había comprado un paquete de café Lavazza, que en aquella coqueta cafetera y en aquel idílico entorno, tenía un sabor insuperable. Durante nuestro primer mes allí, el frío aún hacía estragos, por lo que aquel café era reponedor y estimulante a la par. Pero ya bien entrada la primavera, disfrutábamos de aquél café porque era, sencillamente, espectacular.
Se ve que no era orgánico, pues no lo encontrábamos en Wholefoods (donde habitualmente hacíamos la compra), por lo que cuando nos tocaba reponerlo íbamos al cercano Dean & Deluca o incluso a Eataly en la Quinta Avenida.
Tal vez se deba a que por aquel entonces vivíamos sin estrés en una ciudad que invita a todo lo contrario, pero cuando alguien me pregunta por mi café favorito, no puedo evitar acordarme del aroma de aquel café mañanero en la ciudad que nunca duerme.
David Torija