Continúo sin dar crédito cuando, caminando por la calle, levanto la vista y veo los balcones de las casas plagados de banderas españolas.
Bendito deporte éste, que nos une a todos los españoles, independientemente de la procedencia regional de cada uno, de su ideología política, de sus preferencias futbolísticas…
Ya era hora de enterrar complejos absurdos. Por fin se despolitiza la enseña nacional que, fruto de una ignorancia supina, era identificada erróneamente como un símbolo de derechas. Bandera que no es sino el vínculo de unión de todos nosotros.
Siempre he visto con cierta envidia como en otras naciones lucían con orgullo sus enseñas nacionales. Mientras que en España cualquier intrépido ciudadano que se atreviese a lucir algún distintivo rojigualda era tildado, poco menos que de facha. Y es que hay individuos que te tachaban de fascista de la misma manera que, en los años treinta, la gente de los pinares de Soria llamaban americanos a todos aquellos que llevaban gafas de celuloide.
Sólo ha faltado que alguien se atreviese a sustituir la letra pachanguera de la Marcha Real por la preciosa letra que escribiese en su día José María de Pemán y que es hoy marginada e ignorada, injustamente, por su oficialidad durante el antiguo régimen.
Desde muy pequeñito me inculcaron el deporte como complemento a una formación íntegra apartada de otros vicios mundanos. El fútbol, y más concretamente, el madridismo, adquiría casi la categoría de religión en mi familia paterna. Ese Madrid cuyo himno reza …enemigo en la contienda, cuando pierde da la mano…
Ese respeto al rival que debe imperar en el decálogo de todo deportista que se precie. Máxima que los jugadores holandeses parecieron obviar en la final de ayer. Malas artes que situaron anoche a la selección holandesa en las antípodas de le recordada naranja mecánica de Cruyff y de la vieja escuela del Ajax.
He tenido el privilegio de estar presente en Ámsterdam, París y Glasgow viendo a mi equipo conseguir sus tres últimas copas de Europa. Y no me duelen prendas a la hora de reconocer que me emocioné en las tres, como lo hice ayer con el gol de un jugador en nómina de mi máximo rival futbolístico, el Fútbol Club Barcelona, Iniesta, representándonos a todos, nos aupó anoche al cénit del balompié.
Gracias a los chicos de ese gentleman que es Vicente del Bosque, por hacernos olvidar, aunque sea por unos días, la difícil situación que atravesamos.
Si anoche los jugadores de la selección se acordaron de los malogrados Jarque y Puerta, un servidor, con la luna de Valencia como testigo, no pudo evitar acordarse de Juan Gómez Juanito, santo y seña del madridismo y de nuestra selección y, en especial, de alguien que amaba el fútbol y le dedicó parte de su vida antes de ofrecérsela generosamente a la Armada, mi primo Luis Fer, fallecido recientemente en Haití. Va por ti… ¡Somos campeones del mundo!
David Torija